La próxima vez, le meto un balazo. Se lo dijo así, en seco. No parecía una amenaza, sino algo que efectivamente iba a ocurrir si el vecino perdía otra de sus ovejas, asesinada por el can.
Cuando el yerno de mis otros vecinos regresó al asado familiar, venía pálido y brillaba como el sol de ese febrero. Traía amarrado a su perro, un enorme dogo argentino, que babeaba una espesa sustancia sanguinolenta, embravecido, desobediente y gruñón. Había dejado flor de cagada. Obviamente, la culpa era del yerno de mi vecino que, al igual que yo, tenía a su perro suelto, dentro de una parcela, rodeado de cercas precarias por donde pasa cualquiera, excepto el ganado u otros más grandes.
La próxima vez, le meto un balazo. Así me dijo el viejo, llegó contando, entre riendo, nervioso, asustado e impactado, por supuesto, con la tremenda experiencia. Al poco rato, el dogo se calmó, se echó a un costado, y para él, ahí terminó la historia.
Esto lo cuento a propósito de una eventual ley que permitiría la caza de perros asilvestrados, lo que protegería el trabajo de un campesinado que, a su vez, protege nuestra propia cadena de alimentación. Fue rechazada desde Valparaíso por parlamentarios que solo visitan los campos cuando son terrenos electorales. Y es lógico: la baja densidad poblacional no renta votos. Poco y nada saben de la vida campesina, aunque algunos, bien pasarían por gatos de campo.
Es cierto que los perros asilvestrados están bastante lejos del dogo argentino que mató a la oveja de mi vecino, pero de alguna manera tenía que llamar la atención del público lector.
Vivo en el campo hace no muchos años, pero vengo de Coyhaique, y antes vengo de Ñuñoa. Sé de lo que hablan los ñuñoínos cuando defienden a los perros asilvestrados como si de peluches enojados se tratara.
Quisiera hacer una pausa para decir que no me gustan nada las armas y que, sin embargo, puedo entender perfectamente a mi vecino con su escopeta amenazando a los animales que pueden malograr sus finanzas para el invierno. No hacerlo sería pasar a llevar su cultura campesina de la que aprendo cada semana.
Y hay una cuestión mesiánica en recorrer la tierra, contándole al otro como hay que vivir la vida. Mesiánica y estúpida.
Hay un buenismo espantoso de creer que todo es posible, que la voluntad y la energía de no sé qué cresta puede traer beneficios. Yo creo que no.
En la defensa de la vida animal por sobre la subsistencia humana hay un discurso que, para mí, raya en la locura, en la autodestrucción y en una cosa sin sustancia, aunque bastante empalagosa, del acomodado que quiere vivir sentado en su sillón ecológico, acariciando a Mosú, su hermoso tigre de Malasia, mientras habla de los derechos de los animales mirando en lontananza por su ventana con vista al barrio Italia.