El maestro Juan Ramón de Gallipao inició una ranchereada con la María Prístina, levantando con sus tacones el polvo quieto del coirón. En un instante aparecieron Basilio y Serafina y dieron vueltas y vueltas con otras cuatro parejas que, al igual que ellos, sentían el chispazo del alborozo. Más lejos, a un costado del calafatal, Pan y Agua y sus compañeros tomaban vino tinto y jugaban al mus junto a los tumberos entre gritos destemplados que remataban casi siempre en silencios.
Casi tres horas más tarde María Encarnación se acercó al grupo de hombres y los encaró con desenfado y coquetería, construyendo sus frases con palabras ebrias. Al principio, los jugadores rieron y chancearon complacidos. Pero cuando la mujer tomó a Basilio por la cintura arrastrándolo al centro del ruedo, la cosa fue distinta. Dejándose llevar por el encanto del primer contacto, el hombre fue más allá del simple baile, recogiendo con violencia el talle de María Encarnación, y enarbolando suculentas redondeces de mujer en sus ávidas manos.
Así como avanzaba el foxtrot, ágil y alegre, sus cuerpos se fueron acostumbrando al calor que exhalaban y pronto se fueron haciendo nudo y descubrimiento, hasta encontrarse de frente con el obligado jadeo y el cerrar de ojos, la incontenible presión de las manos y los urgentes deslizamientos de sus piernas y sus manos.
Divisé a la niña Serafina corriendo con premura a sentarse bajo los ñires. La fiesta se mantuvo inconmovible hasta comenzar a clarear. Los gallos anunciaron el alba cuando los cuerpos cansados de los bailarines y de los acordeonistas ya iban perdiendo fuerza y decoro. Algunos dormían desparramados en cualquier sitio. Otros se habían metido en sus carpas con sus chonchones y sus últimas botellas. Había ahí un silencio profundo y un descanso apacible y sereno, después de los excesos y los desmanes.
Fue en plena noche que un grito destemplado despertó a la María Encarnación. Serafina la había encontrado junto a la cocina de los peones y rápidamente, jadeando por la impresión y la ira, se había agachado en medio de los fardos y alargando la mano había disparado tres tiros.
Seguí atentamente a la Serafina, su rostro estaba pálido y demacrado, pero no demostraba arrepentimiento. Iba a ver ahora a Salaverry, caminaba hacia él con el arma en sus manos, iba a matarlo, a cobrar venganza por la humillación de haberse dejado llevar por la prostituta sin pensar siquiera en el compromiso adquirido con ella para toda la vida.
Un tiro aislado y solo dio cuenta del hombre que amaba, que a esa hora, embriagado, soñaba con los pechos de María Encarnación. Murió con la música de fondo del último foxtrot y creo que ni se dio cuenta de lo que pasaba.
Setenta años atrás compadre. Me veo venir con pena en los ojos, con Pampa Ormeño grande como ciudad y autos y aviones, mucha mujer pariendo, mucha escuela y movimiento de fronteras. Por aquí todavía rondan los fantasmas de las fundaciones, con un fondo de ranchera y de foxtrot y el maestro Juan Ramón de Gallipao y la María Prístina bailando en medio de los coirones.
Compadre, la Serafina debe andar todavía por ahí. Dicen que al morir Basilio le dejó una cajita con dos collares de diamante que se había traído de Lisboa. Una cajita musical que al abrirse dejaba escuchar esa última ranchera que habían bailado esa noche de muertos en Pampa Ormeño.
Todo ha cambiado, compadre, desde que don Antolín llegó a medir las manzanas y las veredas, cuando vinieron los hombres de las mensuras y se hizo esa gran fiesta. ¿Se acuerda? Creo que cuando enterramos Salaverry no nos dimos cuenta que los piolines de Baigorrias no estaban ahí, así que se puede decir que inventamos un cementerio, y el viejo Juan Ramón estaba feliz porque la noche anterior se le habían terminado los clavos para hacer el ataúd, así que los sacó todos y empezó a armarlo de nuevo con palo amordazado.
Compadre, y usted ¿dónde está ahora? Aquí los vientos de Pampa Ormeño no han dejado de correr. Cada vez más rápido, el tiempo parece que llegara montado sobre ellos, galopando fuerte como los viejos gauchos de la fundación. Gracias por escucharme, compadre. Gracias por no olvidar nada todavía. Gracias por la fiesta, compadre. A lo mejor nos dicen allá arriba que le vayamos a cebar mate amargo a los ángeles.
¿Cómo sabe si incluso nos piden que toquemos una ranchera?