Lo que quiero contarle escapará hacia arriba como el vuelo de un chimango. Le aseguro que usted que me sigue comenzará poco a poco a sentir como un bruñir lejano de guitarra y se irá haciendo a un lado mientras pasan las cosas que ocurrieron y que ahora le estoy armando. Fue durante una noche de lluvia en pleno otoño de 1936.
Estaba yerbeando en el monte alto de la Cueva y tenía mi fogatón un poco encendido. Le juro que no corría un solo viento ni se movía un tallito de coirón. Yo me encontraba sorbiendo una de las chupadas más frías del mate amargo cuando me llegó aquel arpegio de nota de guitarra. Venía de abajo y subía con pereza y me tocaba adentro. Eran notas débiles y espantosas, como sacadas a tirones de las cuerdas, por los callosos dedos de un viejo campero. Los acordes y los punteos se encajaban en la parejura del encordado, tan lentos como lo que dura una hora en pasar, con monótonas cadencias sin ritmo y sin contrapunto y una tristeza que parecía disparate.
Esa colina subía como desviada en dirección a un monte que tenía la cima en forma de pezón y en la punta se agrupaban los raleados montones de arbustos de calafate. Era de noche ––recuerdo que hacía frío porque se me habían helado las pantorrillas–– y la luz de una fogata rápida que había encendido para calentar mi palomita ya comenzaba a pasarse a un matiz tan oscuro y entonces yo podía perfectamente advertir que allá abajo, justo de donde venía esa sonajera de acordes mal avenidos, también se distinguía la luz de una fogata, mucho más viva que la mía, pero lejos y difícil.
––Deben ser los tumberos que se han juntado ––pensé.
Y unos deseos incontrolables de bajar corriendo me hicieron apagar la fogata a pisotones, y tirarme al hombro las chiguas de mi pilchero para comenzar a llegar más cerca entre los arbustos de neneo. El viento me hacía flamear las bombachas, y cuando seguí avanzando en medio de la noche, amainó por la baja altura y el camino que se iba juntando con los puntitos de bosques por donde avanzaba yo escondido, mientras oía crecer esa música y me daban ganas de gritar desde ahí que apuraran ese ritmo triste para que la vida no se detuviera tan re depente.
Llegué a la fogata en veinte minutos, sintiendo crecer la incertidumbre.
Un sudor profuso me enfriaba la cara. Yo quería saber quiénes eran los que se habían venido a juntar al lado de esa fogata para dejar oir esa melodía sin sentido, esos monótonos ruidos de vejez inevitable.
––Hay viento norte ––me dije. ––Va a llover.
Y creo que cuando lo dije, me acordé de esa música.
El papá del viejo Avelino le anunció al morir que su abuelo le había apretado la mano para decirle cosas y susurrarle al oído:
––La guitarra es el diablo... No hay que tocarla siempre que uno quiera. Déjala que suene así no más y entonces algún día...
Y era el viejo Avelino que ahora la estaba tocando, frente a una fogata que ardía con un rojo más vivo que nunca, dejando ver las figuras de los lanudos que dormían desparramados por el pastizal. A su lado, cebando mate y canturreando con el caporal en la boca, su amigo Carfullanca miraba la pava y hacia ninguna parte, como si estar ahí constituyera sólo una forma de soñar despierto.
Al acercarme escuché quedamente un silabeo aguardentoso que se iba soltando a través de las estrellas. En ese momento comenzaba a llover suavecito:
Ponte a soñar que ya vienen los esquiladores con sus tiradores
pasan al galpón, montan a caballo, y así como llegaron se van a yerbear.
Eran cantos anudados a las faenas, de galpones de esquila en ruedos de fogón y yerbeaduras, eran extravíos de hombres que conocían pocos descansos y andaban por ahí tumbeando y peonando en primavera. Avelino no miraba a nadie cuando bisbiseaba esas cuartetas, y cerraba los ojos con furia, como implorando devotamente que los espacios de la noche se fueran entrando todos en él, como en fila y en derechura de serpientes, hasta abarcar como una araña redonda todo su oscuro corazón lleno de sangres de gloria.
De pronto, el indio se dio cuenta que yo estaba. Y dando dos trancos que resonaron sobre los pastos blandos, me alargó el porrón con agua caliente del cojudo y yo lo agarré con ambas manos para chuponear por cuatro segundos exactos y devolvérselo. El cojudo corrió a otras manos y anduvo en otras bocas con algo de sed y arriba la luna se escondió y la lluvia arreció y el viejo Avelino subió el tono de su canto.
Esa era la guitarra con forma de mandinga. Incluso se olía en el aire (no tanto ahora que llovía) algo fuerte como cacho de cabra, que hacía que viniera un poco de tos y carraspeo.
––¿Usted joven, es de estos lados?
––Eh, sí, claro.
––Usted es Martínez, ¿no?
––No. Soy de la Cueva. Donde está don Linco con la comparsa. Pinares soy pa’ servirle.
––¿De los Pinares de la guerra?
––Sí. De los Pinares de la guerra.
(Continúa mañana)