Siempre del lado del diálogo y los acuerdos


Septiembre es un una época cargada de simbolismo para nuestro país, una época que nos recuerda la celebración de la unidad, de lazos socioculturales, étnicos, históricos y familiares, porque Chile es una gran familia. Sin embargo, también nos recuerda el dolor y la división, de una época en que el odio y la confabulación pudieron más que el diálogo.
El contraste aún se hace evidente, mientras en muchos hogares se preparan empanadas, se encienden parrillas y se izan banderas, en otros se enciende la memoria de un pasado que aún duele. Chile celebra, pero también recuerda. Y en esa tensión está el desafío, ¿somos capaces de celebrar la vida en común sin negar el dolor de quienes aún cargan cicatrices? ¿Podemos reconocernos como parte de una misma familia sin tener que pensar igual ni olvidar lo ocurrido?
La historia nos enseñó con dureza lo que significa cuando se rompen los puentes del diálogo. Cuando el miedo, la desconfianza o el cálculo político ocupan el lugar de la conversación, las consecuencias son devastadoras. No se trata de mirar el pasado como una postal en blanco y negro, sino de entender que la intolerancia y la falta de diálogo siempre terminan por debilitar nuestra convivencia.
Hoy, medio siglo después, seguimos enfrentando un escenario en que el desencuentro parece más atractivo que el acuerdo. Vemos cómo se descalifica con rapidez, cómo se impone el grito sobre la escucha, y cómo las redes sociales amplifican la lógica de la trinchera en vez de abrir espacio a la reflexión. El diálogo aparece como ingenuidad, cuando en realidad es el acto más audaz en tiempos de polarización.
Es cierto que dialogar no siempre significa que lograremos un consenso pleno, pero sí implica reconocer al otro como un interlocutor legítimo, y debemos aceptar que su voz merece ser escuchada aunque no la compartamos, y además estar dispuestos a buscar mínimos comunes que nos permitan avanzar. Los países no se construyen sobre la base del todo o nada; se construyen sobre acuerdos, aunque sean parciales, pero que abren camino a otros mayores.
En septiembre hablamos mucho de patria, de identidad y de orgullo, sin embargo, la verdadera prueba de amor a Chile no está en cuánto bebemos o bailamos, sino en cuánto somos capaces de mirarnos de frente y reconocernos como compatriotas a pesar de nuestras diferencias. Una nación que no sabe dialogar consigo misma está condenada a repetir sus fracturas.
Chile es una gran familia, y como en toda familia, siempre habrá diferencias, roces y puntos de vista contrapuestos. La clave está en cómo se procesan estas diferencias, si con violencia y silencio o con conversación y respeto. La familia que aprende a escucharse puede sanar; la que prefiere negarse y fragmentarse, se desmorona.
Hoy necesitamos con urgencia recuperar el sentido de comunidad que nos permita dejar atrás la tentación del insulto fácil y el portazo inmediato. Necesitamos líderes capaces de escuchar más allá de sus burbujas, ciudadanos dispuestos a respetar las diferencias y espacios donde la diversidad sea entendida como riqueza, no como amenaza.
Porque el diálogo no es una concesión, es la condición mínima para que podamos vivir juntos, no es ingenuidad, es madurez, y los acuerdos no significan claudicar principios, sino tener la grandeza de encontrar caminos compartidos en medio de las diferencias.
En este septiembre, cuando celebramos y recordamos al mismo tiempo, la invitación es a escoger siempre el lado del diálogo y los acuerdos. No porque sea lo más fácil, sino porque es lo único que puede garantizar que Chile siga siendo esa gran familia donde aún es posible reconocerse, incluso en la diferencia.