No es que, particularmente, alguien diga… "¡Qué genial, mañana hay reunión de participación ciudadana para decretar un humedal!".
Tampoco que se vista de fiesta para asistir, entrada la noche un día de semana, a un encuentro presencial con autoridades locales o regionales, para dialogar sobre el plan regulador, el camino que no se ha pavimentado, la microzonificación del borde costero, la posta que se quiere inaugurar, el fondo que no se ha abierto, el apoyo al adulto mayor, los jóvenes o las mujeres.
O que no se tenga nada más útil que sentarse frente al computador para participar en una reunión de la junta de vecinos, asociación gremial o colectivo de cualquier tipo, cuando otros están tomando once, compartiendo con los hijos, viendo una película, o simplemente descansando o leyendo un libro.
No, no es que las personas que así proceden no tengan nada más que hacer que concurrir a esos espacios. En algunos casos, incluso, extensos e intensos, donde se termina con más tareas que respuestas.
Tal acción, la de aportar con el propio tiempo y capacidades al bien común, tan atacada en el último tiempo desde ciertos sectores, cumple un rol fundamental. La sociedad civil es la que intermedia entre el Estado y el individuo, estando su ejercicio garantizado por la Constitución. Lo establece el inciso tercero del primer artículo de la Carta Fundamental, algo así como el "we, the people" estadounidense: "El Estado reconoce y ampara a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos".
Esta función, que es usada recurrentemente como fundamento de lo que entendemos como Estado subsidiario, es esencial para la democracia. Con toda la diversidad que ello involucra. Porque esos grupos intermedios son empresas y las organizaciones en las que se agrupan, pero también las basadas en el interés público: unidades vecinales, asociaciones gremiales, clubes de ancianos y deportivos, partidos políticos, comités de vivienda, corporaciones, fundaciones, y un largo etcétera que sería inoficioso listar exhaustivamente acá.
En días de atomización, polarización y crispación, cuando se fomenta la acción individual, es bueno recordar que la sociedad se construye desde múltiples espacios. Desde el mercado claro está (dado que hace rato dejamos la autosuficiencia total para subsistir), pero también desde otras formas de organización. Las que permiten reconocernos y acceder a alternas miradas, perspectivas. Que oxigenan el debate colectivo.
Así se ha establecido en el concierto internacional, donde se ha relevado su importancia. En un texto que ya es referencia obligada de análisis político ("Como mueren las democracias"), Steven Levitsky apunta que uno de los principales riesgos es cuando emergen "líderes populistas y demagogos, quienes se caracterizan, a su vez, por evadir las normas (norm breakers)" y "hacen un uso abusivo de las prerrogativas constitucionales para sobreponerse a los demás poderes y la sociedad civil".
Desde el International Institute for Democracy and Electoral Assistance, por su parte, se plantea que "la energía para renovar el proyecto democrático radica en la capacidad de la sociedad civil para organizarse y en que se exija rendición de cuentas".
No, no es que las personas que participan en reuniones, organizaciones y asambleas no tengan nada más que hacer. Su labor es parte fundamental del entramado institucional y de contrapeso de poderes que debe existir en toda sociedad democrática. Un quehacer importante, que todo quien asuma roles de liderazgo debiera responsablemente sopesar.