Estamos a mitad del verano y muchos ayseninos querrán o soñarán con irse de vacaciones a algún lugar con playa y, sobre todo, con sol. Pero no todos pueden, ya sea por motivos económicos, laborales o familiares, que les impiden alejarse unos días de la región.
Esta época estival me recuerda mis años de universidad fuera de la región. Durante los primeros años, cuando llegaba la época de vacaciones que, precisamente, coincidía con la llegada del verano, sentía una gran ambivalencia. Por un lado, quería salir de la vida de estudiante en pensión, ver a mi familia, contarles en vivo y en directo todo lo que había vivido ese año, disfrutar de la comida hecha en casa, dormir en mi cama y gozar de todos esos pequeños y humildes lujos que quien ha estudiado afuera sabe que, a la larga, son inmensamente valorados cuando poco a poco se van perdiendo.
Por otro lado, cuando la novedad del reencuentro junto con los festejos de fin de año había pasado, los días se volvían grises y había que encender fuego en pleno verano para espantar el frío, lo único que deseaba era acelerar el calendario e irme. Quería devolverme al norte y disfrutar de algunos días de sol y playa. En ese momento la ciudad también me parecía fea y aburrida, ya que nunca había mucho para hacer.
El retorno a la universidad era una avalancha de emociones: reunirme con mis amigos, dar largos paseos disfrutando los últimos días luminosos y compartir las anécdotas de las vacaciones. Visitar las nuevas aulas, inscribir asignaturas, la eventual búsqueda de una nueva vivienda, y un sinfín de situaciones no dejaban lugar a la nostalgia por dejar la casa allá en la Patagonia.
Sin embargo, a medida que pasaban los años fuera, cada vez sentía más deseos de volver a mi casa y a mi ciudad, pequeña, tal vez fea y aburrida, pero mía. Quizá ya conocía lo suficiente el lugar donde estudiaba y ya no había mucho por descubrir. No lo sé, pero en mis últimos años de estudios me ponía feliz el regreso a casa, y muy triste cuando se terminaban las vacaciones y tenía que alejarme otra vez.
A partir de ese momento empecé a mirar con otros ojos mi lugar de origen. Si no había cine, podía buscar algo interesante para ver en la televisión o, aún mejor, leer algún buen libro, ya que en la biblioteca pública siempre han sido generosos y amables con el préstamo de libros. Por ser un fiordo, Aysén no tiene amplias zonas de playas hacia el mar, pero no había problema, teníamos y aún tenemos muchísimos lagos, ríos y lagunas rodeados de frondosos bosques y grandes montañas nevadas. Lo mejor de todo es que, aunque un balneario estuviera demasiado ocupado, siempre habría otra alternativa, quizá más alejada, pero mucho más tranquila y sin concurrencia. O por qué no, la visita a unos tíos o a los abuelos, que tal vez vivían en un lugar paradisíaco, pero que hasta ese momento no lo había visto de esa manera.
Valorar lo nuestro no es simplemente conformarse con lo que nos toca. Es aprender a mirar de nuevo y encontrar la belleza en lo cotidiano, en lo cercano, en lo que siempre estuvo ahí, esperando ser descubierto. Es reconocer que, mientras las grandes ciudades ofrecen espectáculos y diversiones, nuestros pequeños rincones guardan tesoros que no tienen precio, la calma del aire puro, el abrazo de la naturaleza y esa sensación inigualable de pertenencia que nos envuelve al pisar nuestra tierra.
Quizá, al final, no se trata de elegir entre lo grande y lo pequeño, lo moderno o lo sencillo, sino de entender que nuestro lugar de origen es parte esencial de quienes somos, una raíz que siempre vale la pena cuidar y celebrar.