(Crónicas Fronterizas)
Se atribuye a la antropóloga y poetisa Margaret Mead, haber enseñado, algo avanzado el S. XX, que el primer signo de civilización no fue ni un anzuelo, una piedra de moler o una olla de barro. El primer signo de civilización, más bien, está representado por un fémur que alguien, en épocas antediluvianas, se fracturó y luego apareció soldado. Lo anterior, pues en la naturaleza salvaje esta lesión (en cualquier animal) representa la muerte.
La recuperación de ese ser humano solo habría sido posible gracias a que un integrante de su familia, clan, tribu, se preocupó de que esta persona se quedara quieta en su lecho, vendando, inmovilizando el miembro y de paso alimentándola. Es decir, cuidándola.
Esta historia circuló bastante por las redes sociales, y no sé si obedece a lo que la precitada en verdad refirió, si es que lo hizo. Sin embargo, nos suena extremadamente razonable. Y yo agregaría que es una prueba palmaria de lo que nos hace humanos, la conciencia del nosotros, de la piedad inclusive.
Cuidar a una persona que está en situación de dependencia, sea por salud, edad, o ambas, es sin duda un acto que se ejecuta por diversas razones. Incluida la económica.
Y se hace por cariño, por sentirse responsables de esa alma que ?muy probablemente- si de ella dependiera, jamás nos pediría que hagamos algo por su bienestar o comodidad. En efecto, como en el caso de nuestros padres, los que en sus mentes siguen sintiéndose comprometidos con nosotros, aunque ya tengamos suficiente edad para ser abuelos.
Cuidar a una persona involucra no solamente una tremenda responsabilidad, requiere de una entrega que a veces supera las propias fuerzas, independientemente de los recursos con que se cuente. Solo los cuidadores saben de sustos a mitad de la noche, de incertidumbres por el futuro, de postergación de la propia vida personal y profesional, incluso del incipiente rencor respecto de los que deberían compartir aquella responsabilidad. Del hastío algunas tardes muertas, pensando en que podrían estar haciendo otra cosa, y del sentimiento de culpabilidad posterior.
Cuando se trata de los padres, es además una obligación insoslayable, que no acepta justificaciones como la falta de tiempo, la de estar desarrollando el cuidado de la propia familia formada, la de estar enemistado con alguno de los parientes, o las económicas: justificación acaso de las más espurias. Por otro lado, la preocupación y cuidado de nuestros padres no representa algo extraordinario, y en palabras de mi amigo personal don Jesús Garay, quien en épocas menos luminosas me tendió su mano, aquel que ejerce esta actividad: "con su deber no más cumple".
Por otro lado, alguien que cuida a sus padres o a cualquier ser humano menesteroso, está dando a sus hijos un ejemplo de vida, de qué es lo correcto. Ningún padre puede pretender que la desatención a esta responsabilidad ?sobre todo la parental- no impacte la moralidad de sus propios hijos, cosa que a la larga pasará la cuenta.
Mis respetos por estas personas que, normalmente silenciosas, cargan con el peso de sus propias decisiones, y muchas veces con la incomprensión de familiares, empleadores y el Estado, quien hace poco se percató de esta realidad.
Esperemos que ese fémur primigenio nos quede en la conciencia, y que esa humanidad, sin excusas, nos permee para dar lo que corresponde por nuestros semejantes.