Si es usted un buen campero, ama las tradiciones, sabe cabalgar y no le importa el olor a bosta seca o a sudor de mulares, entonces entenderá a plenitud lo que aquí se intenta decir. Pero, en cambio, si es pueblero, y le gusta la comodidad de un arrellanado sillón con TV, galletitas y microondas, le costará entenderlo. E incluso ni siquiera le llamará la atención.
La inusitada situación de aislamiento que vivimos pareciera encontrar a los ayseninos convertidos por sí mismos en un verdadero conflicto de asunción física frente a la naturaleza. Es por eso que lo que se trata aquí tiene mucho que ver con la soledad del hombre. Y acaso sea por esa inmutable secuencia de aislamiento y separación que la gente de campo se encuentra siempre viviendo a la espera de algo o alguien, lo que equivale a decir que su cotidianeidad se convierte en esperanza y las horas se alargan como serpientes, hechos que incrementan su desasosiego y elevan el grado de tensión y ansiedad.
Esa espera no es casual. Surge desde el fondo mismo del espíritu, en el sagrado derecho de recibir la noticia, contestar un saludo, un mensaje íntimo, una afección. Todo es probable para el campesino, que vive con hambre de contacto. Y es en el aire de la inmersa soledad y silencio donde la vida se hace contemplativa y se direcciona hacia adentro, como un repliegue.
Pero la soledad se rompe cuando algo se mueve a lo lejos, cuando el ojo descubre puntitos que corren, o el oído acepta con jolgorio un ladrido o un torido. Cuando eso ocurre, se inicia un ciclo, porque la ventana del alma levanta su compuerta y la espera se instala por sí misma. El hecho de haber descubierto el lejano movimiento en lontananza le da al dueño de casa una fuerza vital que es un poco el ceremonial previo al contacto. Cuando caballo, jinete, perro y pilchero avanzan hacia la casa, hay actos reflejos de manos que se mueven, preparan y anticipan. Con rapidez se echa más agua a la pava, se incorporan más leños al fuego, incluso se corre a la pieza del fondo a arreglar las pilchas, a barrer y airear. La gran funcionalidad del rancho permite en segundo muchos actos veloces y necesarios, porque llega alguien a quedarse.
Después viene el churrasco, la manteca, la grapa y los vasos. También la baraja para el truco. El hombre va emergiendo rancho afuera, adosado a los tablones, un poco encimando los pilares, mirando distraídamente algo que se acerca. Ya se arregló el alón y se miró al espejo, pasó un paño sucio por las acordeonadas y hasta un peine por sus negros cabellos. Lentamente lía un cigarro de papel de arroz y pita fuerte. Sale a la ruma a buscar más leña, silba a los perros, escupe con fuerza y mira.. Entonces ve al jinete y se detiene. Levanta la cabeza y otea la figura, llama a sus perros y avanza al saludo. Todo está listo para recibir.
La visita saluda, pero ninguno se ríe como en el pueblo. Hay que demostrar sufrimiento y cansancio, lenguaje probable para la amistad. Y es en este momento cuando refulge la mirada, cuando brillan los lujos y se conserva el placer del conocimiento, que el dueño de casa plantea la fórmula mágica, el ícono gestual y significacional más famoso de la patagonia:
––¡Tardes, amigo! ¡Desmonte y desensille!
Aquella frase, de profunda significación, se cuelga del aire mismo y queda resonando en los oídos de la visita. Porque el desmontar no sólo es abandonar el pingo. Es acercarse a compartir un mate amargo y una palabreada. Pero si a ese desmontar se le agrega el desensille, entonces aparece el nuevo compromiso, más severamente afectuoso que el primero, porque el desensillar equivale al honor propuesto de entrar a la casa y disponer de las atenciones, incluso quedarse a dormir ahí. El grado máximo de la escala valórica del cumplido.
La soledad es un resorte que mueve a estrechar vínculos y es obligación del forastero aceptar de inmediato el cariño que le brinda el dueño de casa. Porque de otro modo se rompe la cadena del eslabón. ¿Quién podría resistirse a ese verdadero envido?